Se cuenta la historia de un monje que, en su andar con un discípulo, llegó a una humilde aldea donde una familia vivía apenas con lo indispensable. La única fuente de sustento era una vaca, cuya leche usaban para alimentarse y vender un poco en el mercado. El monje, al observar la dependencia extrema hacia aquel animal, ordenó en silencio que la empujaran al barranco. Semanas después, cuando el discípulo volvió intrigado por el destino de la familia, descubrió que, obligados por la necesidad, habían trabajado la tierra, sembrado nuevos cultivos y creado un pequeño comercio. Ya no eran pobres: habían prosperado.
Esta parábola encierra una profunda enseñanza para entender la evolución económica de México. Durante décadas, nuestro país vivió dependiendo de una sola “vaca”: el petróleo. La renta petrolera representó, en buena parte del siglo XX, el soporte de las finanzas públicas y la fuente principal de divisas. Sin embargo, la volatilidad de los precios internacionales, la caída de reservas y la sobreexplotación hicieron evidente que esa dependencia era insostenible. El “empujón al barranco” no fue voluntario, sino impuesto por las circunstancias globales, obligando a México a replantear su modelo económico y abrirse a nuevos horizontes.
Al verse sin la comodidad del ingreso petrolero, México encontró en las manufacturas de exportación una alternativa poderosa. La industria automotriz, la electrónica y, más recientemente, la aeroespacial, se convirtieron en motores que hoy explican gran parte del dinamismo del comercio exterior.
Paralelamente, el sector agroalimentario dejó de ser visto solo como productor de materias primas para consumo interno y pasó a ocupar un papel estratégico en el comercio global. Hoy, México es el noveno exportador mundial de alimentos, con productos como aguacate, tomate, cerveza, berries y carne que llegan a más de 190 países, pero mayoritariamente con nuestro principal socio comercial, los Estados Unidos.
El turismo, por su parte, se consolidó como otro de los pilares. Con su riqueza cultural, histórica y natural, México se encuentra entre los destinos más visitados del mundo, generando empleo, divisas y encadenamientos productivos regionales.
Si la lección de la vaca nos enseñó algo, es que la dependencia de un solo recurso o alternativa, condena a la fragilidad. Por eso, el reto ahora es detectar y potenciar las nuevas “tierras fértiles” de la economía mexicana.
Para el caso del sector agroalimentario mexicano, se debe de enfocar y privilegiar los esfuerzos, recursos y políticas a incentivar la vocación productiva regional, tenemos una gran diversidad geográfica, de climas en donde prácticamente podríamos producir lo que queramos, tanto en nuestros suelos, como en nuestros mares y litorales; Lo que es fundamental es que se puedan establecer las condiciones óptimas para el desarrollo de proyectos productivos que cuenten con tres características que son fundamentales, con una viabilidad técnica y productiva, con una viabilidad financiera y por ultimo con una viabilidad comercial y de mercados.
La innovación tecnológica aparece como el gran catalizador del futuro: digitalización de procesos, biotecnología aplicada al campo, big data, energías limpias, inteligencia artificial y automatización de la producción; Quienes apuesten a la innovación no solo resistirán las crisis, sino que liderarán los mercados.
No podemos aferrarnos a que lo que actualmente estamos produciendo en las diferentes zonas o regiones del país, es lo más adecuado o competitivo, estamos en un mercado abierto en donde competimos con productores de todo el mundo, la demanda de alimentos es y seguirá siendo creciente y México tiene la gran oportunidad de incrementar la producción de alimentos, de dar valor agregado a la producción primaria con inversiones en agroindustria, continuar con el abasto de alimentos para toda la población y una mayor participación en los mercados internacionales.
El Plan México propuesto por la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo, se convierte en una herramienta imprescindible para incentivar a través de políticas públicas, que den certidumbre a la inversión privada y que esta se traduzca en crecimiento y mayor bienestar para todas y todos los mexicanos, la bien llamada “Prosperidad Compartida”.
La metáfora del monje que tiró la vaca al barranco nos recuerda que el confort puede ser un freno al progreso. México, al haber perdido la seguridad de su renta petrolera, se vio obligado a reinventarse y encontrar nuevas fuentes de crecimiento. Hoy, con el sector agroalimentario, las manufacturas, el turismo y la innovación tecnológica, el país tiene ante sí la posibilidad de alcanzar un desarrollo más sólido, incluyente y sostenible.
La clave está en no aferrarse a una sola “vaca”, sino en mirar más allá, diversificar y apostar a la creatividad, la innovación y la productividad regional. Solo así México podrá transformar los retos en oportunidades y alcanzar un mayor crecimiento en el futuro.